El último Templario
El aire soplaba gélido a las 5 de la mañana en el patio de la cofradía, los hermanos del Temple salían de la capilla tras rezar maitines y se dirigían cada uno a su celda para continuar su oración personalmente, caminaban embutidos en sus hábitos para resguardarse del frío lo mejor que podían y aceleraban el paso intentando llegar cuanto antes al resguardo del dormitorio común que albergaba las celdas de cada hermano.
Belthar caminaba despacio, le gustaba contemplar la salida del sol y recordar la silueta de Athlit recortada entre las sombras del amanecer. A pesar de estar destinado en una pequeña encomienda de Castilla, el recuerdo de Tierra Santa permanecía imborrable en su mente...y en su corazón. Cada mañana recordaba las innumerables guardias sobre los muros de Athlit y hacía memoria de cada uno de sus hermanos... los que aún luchaban en Tierra Santa y los que habían quedado para siempre enterrados allí derramando su sangre para liberarla del infiel.
Era un recuerdo agridulce, su corazón se conmovía al recordar a aquellos con los que había compartido tantos momentos y que habían cambiado su vida para siempre: Teseo, Lythwallas, Raimundo de Touluse, Celta Victor, Tala, Cayo... y tantos otros que habían luchado a su lado durante dos años para liberar la Tierra que vió nacer a nuestro Señor. Su mente se poblaba de recuerdos, de luchas, de traiciones, de risas y llantos, de innumerables noches sin dormir, de los preparativos antes de cada batalla, de la responsabilidad de llevar al combate a tantos hombres, de la siempre difícil diplomacia, de actos heróicos emprendidos por un puñado de locos que confiaron en la fuerza de Dios para vencer las hordas sarracenas y que habían conseguido el milagro...aunque pagando un alto precio por ello.
Belthar recordaba su llegada a Tierra Santa, los ideales de justicia y fraternidad que movieron sus primeros pasos y la cruda realidad que se imponía apoyada en los actos viles y traidores de aquellos que se buscaban a si mismos en nombre de Alá...o de Dios. Recordaba el peso ingente de la responsabilidad de mandar en batalla la Orden militar más temida de toda la Tierra Santa, recordaba el ingente esfuerzo por mantener la unidad en sus propias filas para vencer un enemigo que les superaba en número y en equipo, recordaba las luchas de poder, las mentiras, las calumnias, la traición, las guerras fratricidas entre cristianos que debilitaban la posición común y ofrecían la mejor oportunidad al ejercito sarraceno...y recordaba también el valor y la fidelidad de aquel puñado de templarios que permanecieron unidos en la batalla y lograron lo imposible.
Belthar se estremeció en medio del patio de armas, el frió hacía mella en sus cansados huesos, o quizás fuese el recuerdo de Tierra Santa el que seguía estremeciéndole por dentro. Se dirigió a la celda del comendador de Castilla que se había convertido en su confesor personal desde que llegó destinado al abandonar Athlit hacía ya un año.
El “viejo león templario” (así lo había llamado Raimundo de Touluse cuando estaba a su mando como comendador de Acre) seguía imponiendo respeto entre cualquier hermano del Temple, aunque ahora fuese un caballero más entre otros cientos, nadie olvidaba que el puso la primera piedra en Athlit cuando Tierra Santa era un territorio completamente dominado por el enemigo y fundó el Temple guiando el destino de la Orden hasta convertirla en el azote de los enemigos de Cristo. Nadie olvidaba aquellos primeros caballeros que fundaron todas y cada una de las encomiendas de Tierra Santa y que crecieron hasta poblar Athlit con más de 80 templarios. Nadie olvidaba que el temor que infundía el Temple en el enemigo se debía al coraje y a la determinación de aquel puñado de valientes que acabaron liderando el mayor ejercito cristiano que se ha visto, reuniendo bajo el estandarte del Temple a todas las demás Ordenes que combatían en Tierra Santa. Todos los templarios sabían que su dominio actual se lo debían a esos primeros caballeros que hicieron posible lo que al principio parecía una locura. Cada una de las cicatrices de su cuerpo eran historia viva del Temple y todos, desde el novicio recién ingresado hasta los veteranos curtidos en Tierra Santa, sentían un profundo respeto por el humilde caballero que ahora pasaba las horas meditando y atendiendo las necesidades que le eran encomendadas, lejos ya de cualquier campo de batalla en los que el Temple seguía combatiendo por la fe.
Como cada mañana Belthar se arrodillo ante su confesor y volvió a relatarle los extraños sueños que poblaban su mente desde que llego a Castilla. Una vez más había “soñado” con esos seres demoniacos, se había visto a si mismo embutido en una armadura roja, blandiendo un hacha enorme y gritando esas palabras incomprensibles que carecían por completo de sentido para el: “¡BARUK KHAZAD, KHAZAD AI-MENU!”... eran como un grito de batalla parecido al cien veces pronunciado por el mismo antes de entrar en combate, aquel vertiginoso “¡¡¡Templarios, sin miedo a nada ni a nadie!!!” que hacía estremecer a cualquier enemigo porque anunciaba la carga del Temple al entrar en batalla.
Desde hacía un año sus sueños estaban poblados de esas criaturas, unas maléficas sin duda, salidas de algún lugar del infierno más profundo, y otras celestiales, ángeles guerreros que combatían a su lado junto a otros hombres de brillantes armaduras y otros seres que parecían niños aunque no lo eran, multitud de seres que formaban un variopinto ejercito que combatía sin descanso a las hordas infernales que se adueñaban de una tierra desconocida y maravillosa, poblada de extraños seres y de sucesos milagrosos que acontecían cotidianamente ante sus ojos, mientras el mismo participaba en esta lucha en el cuerpo de aquel ser extraño que parecía poseerle cada noche y que a pesar de su baja estatura poseía la fuerza y el ímpetu del corazón que había latido en el “viejo león templario” años atrás.
Su confesor le dio la absolución una vez más, estaba acostumbrado a tratar con veteranos de guerra y sabía lo que esta podía hacer en el ánimo y en la mente de aquellos que habían padecido el azote del combate, de los que habían perdido a tantos seres queridos y de los que habían mirado a la muerte a la cara. Belthar era un ejemplo a seguir para cualquier templario y sus sueños y fantasías permanecían solo en su mente, firmemente guardados por el secreto de confesión de quien conocía bien la naturaleza del que una vez fue su maestre.
Belthar salió reconfortado de la confesión, y una vez puesta su alma en paz con Dios se dirigió presuroso al refectorio para servir el desayuno de gachas a sus hermanos. Mientras servía el desayuno se fijó en un nuevo hermano que parecía recién llegado a la encomienda. Algo en el le resultaba familiar, era un caballero atípico: su baja estatura compensada con creces por su fuerte complexión, el hacha que colgaba en su costado en vez de la espada templaria, aquel pelo blanco propio de un anciano y esa poblada barba también teñida por los años... y sobretodo aquella mirada cómplice que también pareció reconocerle cuando se encontraron sus ojos...
- ¿Vorkthain? susurró Belthar mientras vaciaba la cuchara de gachas en su cuenco.
- Lo siento hermano creo que os confundís, mi nombre es Gholiath de Galacia y acabo de llegar de Francia para incorporarme al contingente que partirá a Tierra Santa a finales de mes.
- Disculpadme
¡¿Vorkthain?!, ¿que demonios significa ese nombre y de donde ha venido a mi mente?, pensó Belthar mientras seguía sirviendo el desayuno y recurría, una vez más, al lema del Temple que era para el una jaculatoria continua cada vez que le asaltaban estos pensamientos "non nobis domine, non nobis, sed tuo da gloriam".
PD: Con retraso y sin video (el curro no perdona en estas fechas) pero sirva de recordatorio y celebración por mi primer añito en la Tierra Media que se cumplió el 15 de noviembre. GRACIAS por todo lo compartido.
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